El último día, el día que te fuiste, vieja, me hiciste de comer tortilla de papas.
Esa mañana, te levantaste rara, con mucha energía, con esa fuerza que la vida te había quitado hacía ya mucho tiempo.
Nunca te esforzabas demasiado en cocinar, como tampoco en vivir, porque ya las cosas no tenían mucho sentido para vos.
Día a día, todos te veíamos marchitar, en la cama, tejiendo, escapando de la vida, masticando esa oscura habitación, llenas de santos y de remedios, que te impedía respirar el aire primaveral que había afuera.
Matizabas algunas tardes domingueras con las viejas del chinchón, que te alegraban la vida discutiendo si había que cortar con menos de 5 o menos de 7. Pero no querías vivir más.
Aquella mañana, la última, cerca del mediodía, te levantaste con toda la fuerza del mundo, caminaste hasta la cocina, y empezaste a cocinar tortilla de papas. Yo no entendía qué te pasaba. Hacía mucho que no te veía así, tan decidida a hacerme una comida tan rica, cuyo gusto yo casi no recordaba.
Vos, vieja, decías que la tortilla de papas era algo demasiado complicada para hacer, porque todo para vos se había tornado difícil: respirar, cocinar, amar, vivir.
Muchas veces te enojabas porque la tortilla te salía quemada, o más bien, “descuajeringada” como si fuera un masacote desordenado.
Pero a mí, a mí me encantaban, porque me endulzaban no solo el estómago, sino el corazón, aunque estuvieran pasadas de sal.
Hace un tiempo conocí a una mujer que quise mucho, que detestaba la tortilla de papas: su esposo, una vez, le había propinado una feroz paliza porque la tortilla que ella le había preparado, estaba mal hecha. Ella miraba a las tortillas como algo fantasmagórico y terrible. Muchos años después, ella me cocinó una tortilla de papas, y yo sentí que así, había curado su herida.
Ese día, el 15 de julio de 2004, comí tu última tortilla de papas, la mejor de todas, porque estaban saturadas de tu amor de madre, que me curó todas las heridas.
Si alguna vez sentí, equivocadamente, que no habías sido una “buena mamá”, durante ese frío mediodía de julio, el calor sofocante de ese masacote hecho con huevos, papas y aceite, me curó todas las heridas.
Tu amor de madre, escondido en una TORTILLA DE PAPAS, bajó por mi boca, llegó a mi estómago, y sin demasiado permiso, se instaló en mi corazón y me alimentó el alma, borrándome todos los rencores.
Desde ese día, me la paso mintiendo por ahí… Cuando me preguntan, cuál es mi comida predilecta, les respondo: “Lo mejor es el locro”, y todos me creen …
Pero ahora, acabo de revelar mi secreto más íntimo, el que no quería contar a nadie: mi corazón se llena de luz, cuando algún corazón compasivo, me cocina tortilla de papas.
A partir de ahora, empezaré a escribir mi tesis, que será irrefutable para cualquiera:
Cualquier hijo que esté enojado con su mamá, solo debe hacer una cosa: pedir que le cocine TORTILLA DE PAPAS. Cualquier mamá que no pueda hablar con su hijo, deberá escribirle por mensaje de texto: “Hijo, cociné tortilla de papas para vos”
Así, tal vez los estómagos queden indigestados de comida…. Pero los corazones, quedarán indigestados de amor... y todas las heridas quedarán curadas. Para siempre.
Feliz días a todas la madres del mundo ….