A este humilde poema, lo escribí a las pocas semanas de su partida.
A veces TE SIENTO …
En el botón de la camisa
que me arreglaste hace un mes,
para que yo pudiera estar “bien vestido”.
En la cara del piquetero Castells
a quien no puedo criticar ni alabar
mientras miro la tele
porque no estás vos para escucharme.
En la máquina de coser
tan llena de tus manos
que se quedaron sin tocar
el pelo semilargo de una nena italiana (tu nieta).
En la taza con aceite viejo
que dejabas bajo la canilla de la cocina.
En tu Biblia chiquitita,
que llevabas a todos lados
como si escondieras al Cristo
que, según vos, te abrazaba en los malos momentos.
En el mate enchapado en lata
donde nunca entraba mucha yerba
y que todavía uso.
En las plantitas que regabas
en las tardes con sol
como si fueran tus hijas postizas.
En las fotos familiares
que exponías en la cómoda de tu pieza
como si fuera un desfile militar.
En tu altar tan lleno de santos
y de vírgenes pequeñas.
En los pañuelos viejos, que te tapaban la cara,
para salir a la intemperie,
sin que el viento de la vida
te agrediera.
En cada gol de River, que curaban la soledad
de tus domingos.
En el plato que ya no pongo
en esta mesa mal tendida y desordenada,
que se llena de un silencio,
que me aturde
cuando quiero almorzar.
Te fuiste un mediodía bastante frío
como tu respiración
tan cansada
por un amor maternal inconcluso
asfixiado en una tierra lejana,
mientras la Legrand comía con Pergolini.
Esa tortilla de papas
(la que me hiciste ese día
sabiendo que era el último)
tiene el valor incalculable
de tus manos mustias
ajadas de amor,
haciendo la comida.
Pocos pudieron palpar
tu vacío inmenso
tu corazón demandante
de caricias de niño,
de abrazos de hijo,
de risas de nieto,
de compañía de esposo.
para que yo pudiera estar “bien vestido”.
En la cara del piquetero Castells
a quien no puedo criticar ni alabar
mientras miro la tele
porque no estás vos para escucharme.
En la máquina de coser
tan llena de tus manos
que se quedaron sin tocar
el pelo semilargo de una nena italiana (tu nieta).
En la taza con aceite viejo
que dejabas bajo la canilla de la cocina.
En tu Biblia chiquitita,
que llevabas a todos lados
como si escondieras al Cristo
que, según vos, te abrazaba en los malos momentos.
En el mate enchapado en lata
donde nunca entraba mucha yerba
y que todavía uso.
En las plantitas que regabas
en las tardes con sol
como si fueran tus hijas postizas.
En las fotos familiares
que exponías en la cómoda de tu pieza
como si fuera un desfile militar.
En tu altar tan lleno de santos
y de vírgenes pequeñas.
En los pañuelos viejos, que te tapaban la cara,
para salir a la intemperie,
sin que el viento de la vida
te agrediera.
En cada gol de River, que curaban la soledad
de tus domingos.
En el plato que ya no pongo
en esta mesa mal tendida y desordenada,
que se llena de un silencio,
que me aturde
cuando quiero almorzar.
Te fuiste un mediodía bastante frío
como tu respiración
tan cansada
por un amor maternal inconcluso
asfixiado en una tierra lejana,
mientras la Legrand comía con Pergolini.
Esa tortilla de papas
(la que me hiciste ese día
sabiendo que era el último)
tiene el valor incalculable
de tus manos mustias
ajadas de amor,
haciendo la comida.
Pocos pudieron palpar
tu vacío inmenso
tu corazón demandante
de caricias de niño,
de abrazos de hijo,
de risas de nieto,
de compañía de esposo.
Y a pesar de que te hartaban
los ladridos molestos
de mis perros sucios
“esos perros vagos y pulguientos” –decías,
ellos todavía lloran tu partida
y extrañan tus retos y rezongos
y tus salidas a caminar
cuando te seguían de cerca,
para cuidarte
aunque vos no te dieras cuenta.
Dijiste una vez que una virgen te salvó la vida
y que ahora estabas lista para que te llevara
En paz. Así fue. Yo no lo esperaba.
Te siento…
En los mates que ahora improviso
todos los días, como puedo.
Ellos no tienen la dulzura que vos le ponías
por más que los llene de azúcar.
En los silencios de la siesta.
que para vos eran sagrados.
En las macetas rotas, con huecos.
En los almohadones de lana.
En los frascos con yuyos.
En los cartas de naipes
ahora vacantes
esperando ser maltratados
por las viejas del chinchón.
Ahora tus pulmones y tu garganta
tienen la paz
que tanto querías.
Esta triste tarde de domingo
sigo sintiendo
la suavidad tierna
de tu pelo ceniciento y viejito.
Cuánto extraño…
Tus pasitos cansados
en busca de sol
para poder tender la ropa.
Y el calor de la estufa en invierno,
que te besaba los pies.
Y las tortugas del jardín
que esperaban tu porción de tomate.
Y el osito de la infancia.
Y tus manos viejitas
agarrando las mías,
antes de dormir,
cuando era un niño.
los ladridos molestos
de mis perros sucios
“esos perros vagos y pulguientos” –decías,
ellos todavía lloran tu partida
y extrañan tus retos y rezongos
y tus salidas a caminar
cuando te seguían de cerca,
para cuidarte
aunque vos no te dieras cuenta.
Dijiste una vez que una virgen te salvó la vida
y que ahora estabas lista para que te llevara
En paz. Así fue. Yo no lo esperaba.
Te siento…
En los mates que ahora improviso
todos los días, como puedo.
Ellos no tienen la dulzura que vos le ponías
por más que los llene de azúcar.
En los silencios de la siesta.
que para vos eran sagrados.
En las macetas rotas, con huecos.
En los almohadones de lana.
En los frascos con yuyos.
En los cartas de naipes
ahora vacantes
esperando ser maltratados
por las viejas del chinchón.
Ahora tus pulmones y tu garganta
tienen la paz
que tanto querías.
Esta triste tarde de domingo
sigo sintiendo
la suavidad tierna
de tu pelo ceniciento y viejito.
Cuánto extraño…
Tus pasitos cansados
en busca de sol
para poder tender la ropa.
Y el calor de la estufa en invierno,
que te besaba los pies.
Y las tortugas del jardín
que esperaban tu porción de tomate.
Y el osito de la infancia.
Y tus manos viejitas
agarrando las mías,
antes de dormir,
cuando era un niño.
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